jueves, 29 de abril de 2010

Mel: Complacencia


El suave canto de los mirlos, acompañado por la percusión de los ruidos de la naturaleza, me despertó de un profundo sueño, donde yo era feliz. Volviendo a la triste realidad, notaba como el Sol acariciaba mi cara con los primeros rayos de la mañana. Siempre he sido muy madrugadora, y nunca he necesitado de un odioso estruendo procedente de cualquier despertador. Vacié una de mis maletas, donde guardaba toda mi ropa íntima, y me dispuse a ponerme uno de mis camisones semitransparentes para estar cómoda por casa.

Bajé con cuidado por aquellas escaleras de madera que crujían a cada paso, quejándose del ligero peso que yo depositaba sobre cada peldaño. Busqué por la cocina la comida que habían traído a casa días anteriores, y la coloqué donde yo vi apropiado. Quise improvisar un desayuno de bienvenida a mi querido padre, el cual se había despertado recientemente, ya que podía oírse el agua de la ducha caer desde donde yo estaba. Preparé su desayuno favorito: un café cargado, zumo de naranja natural, pan tostado con jamón, y una pieza de mango. En detalles como éste, creo que me parezco mucho a mi padre. Él es muy caprichoso y muy ordenado, como yo. Necesita ver todo a su gusto, tal y como él lo dejo, y tal y como lo desea.

Le esperé sentada en la mesa, leyendo una de las revistas que traje de Santa Mónica. Los ojos se me abrieron desmesuradamente cuando le vi acercarse a mí. Radiante, impoluto. Su pelo negruzco como el carbón estaba un poco despeinado formando pequeñas ondas, dándole un aspecto juvenil y fresco. Se había afeitado aquel bigote que me hacía tantas cosquillas en la frente cuando me besaba, y su traje de diez mil euros irradiaba poder y control, mirara quien lo mirara. Definitivamente, cada día amaba más a mi padre.

Sonriéndome, me dedicó unos cariñosos buenos días, decorándolo con un apasionado beso en la frente y un abrazo que me sumió entre sus fuertes brazos. Desayunamos juntos, y mientras él leía el periódico, yo le interrumpía para saber más acerca de mi futuro en aquel pueblo de mala muerte.
̶-¿Dónde está el instituto? – dije entre sorbo y sorbo de mi abrasante café.
̶-Bajando esta calle, querida. Elegí esta casa precisamente porque no demorarías tanto en llegar al instituto. En cuanto a tus clases de baile, estoy buscando una escuela en los alrededores, ya que en Alfales no existe ese tipo de escuelas.
Su voz me inspiraba tanta tranquilidad y tanta paz, que no podía quejarme, y simplemente asentí con una sonrisa.
̶-Yo debo arreglar unos asuntos todavía por el pueblo, así que tendré que dejarte al cuidado de esta pequeña mansión a ti. Puedes dar un paseo para conocer el pueblo antes de ir a clase, que no entras hasta las 12.
̶-¿Debo ir? – pregunté con miedo. - Prefiero dedicarme a las tareas domésticas tal y como hacía en Santa Mónica. No me quiero ni imaginar el tipo de compañeros que tendré. Los encontraré a todos odiosos. Lo presiento.
Papá me miró y dejó su periódico arrugado en la mesa. Me miró suplicante a los ojos y me cogió de la mano.
̶-Hazlo por mí, querida. Solo quiero lo mejor para ti, y creo que necesitas seguir tu educación. Ya contrataré a una empleada del hogar para que pueda hacer las tareas que no podamos hacer nosotros dos. Por favor, cariño, no seas testaruda, y arréglate un poco para la presentación de hoy.
Dicho esto, bebió de un solo sorbo el café, se levantó, me besó en la mejilla y agarró su maletín con dirección al garaje. Mientras mis dedos se perdían por mi pelo, escuché el rugido del trasto aquel alejarse poco a poco de mí. Sola, de nuevo. Sola en aquella vieja casa que parecía sacada de un cuento de terror, en el que la virgen jovencita moriría en cuanto se diera la vuelta. No me importaría ser esa joven en estos momentos.

Recogí desganada la mesa, y me arreglé un poco antes de salir. Me duché un largo periodo de tiempo, como si la ducha tuviera el poder de atraparme. Me peiné y me recogí un poco el pelo para que no me diera demasiado calor, y me puse el primer vestido de verano que encontré. Agarré el bolso, me calcé con mis sandalias blancas y salí a la calle bajo el abrumador calor.

El vecindario estaba demasiado apagado para mi gusto. Siempre había estado entre lo mas aristócrata de cada ciudad, y ahora estaba perdida sin saber a dónde mirar para poder evitar aquellas destartaladas fachadas que me rodeaban. Sin menor preocupación, miré el reloj de plata que papá me regaló, y gemí al comprobar la hora. Ya eran casi las 12 y no había encontrado el instituto, así que me dispuse a buscar rápidamente el instituto “Las Sauces”. Tenía que llegar a tiempo, se lo había prometido a papá, y no quería herirle. Él lo es todo para mí, y debo cumplir con mis obligaciones y con sus peticiones. No quería desilusionarle más. “No más dolor, por favor” repetía una y otra vez cuando había fallecido mi madre. No puedo permitirme herirle una vez más.

Ahogada en mi propio cansancio y en el calor sofocante que envolvía al pueblo, entré en aquel viejo y horroroso instituto. Había muchos niños correteando por allí, dándose la bienvenida como si hubieran pasado años desde que se vieron. Qué infantiladas tenía que presenciar... Busqué la clase, que previamente me había apuntado en un papel, y un señor medianamente calvo y canoso se acercó a mi.
-Te estábamos esperando, Mel. ¿Puedo llamarte Mel, verdad? Espero que no te importe. Ven, acompáñame. Te voy a presentar a tus nuevos compañeros. Esperamos que te sientas como en casa, y si tienes algún problema ya sabes a quien acudir.

Le seguí por aquellos angostos pasillos en penumbra y llegué al infierno que tenia como sobrenombre: “mi nueva clase”. El director se adelanto a mí, y mandó callar para poder presentarme.
̶-Alumnos, bienvenidos de nuevo. En este curso se incorporará una nueva compañera, llamada Melodie. Espero que la ayudéis a incorporarse al centro.

Esbocé una leve sonrisa y me senté al fondo de la clase, al lado de un chico bastante desaliñado. Me quedé mirándole mientras cruzaba la clase, pudiendo ver como unos expresivos ojos claros me miraban con recelo. Aparté la mirada y extreme distancias con él. Cubrí mi rostro con mi larga melena y mientras miraba a la pizarra, me volví a enclaustrar en mis pensamientos. Vagando y vagando por ellos hasta oír aquel ring que me sacaría de aquel terrible lugar.

Pero lo primero que escuche fue un delicado susurro, diciéndome: ¡Hola!


0 comentarios:

Publicar un comentario